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Moonlight

2016

 

La metamorfosis del alma comienza en el cuerpo, 

avanza en la tierra intacta que se perfila eterna,

la abrazo desde las entrañas para unirme a ella.

 

El polvo oscuro es la lava que quemó la esperanza, 

me pierdo en su inmensidad desdibujada, 

un punto en sus campos negros deshechos en la intemperie.

 

Abruman los destellos púrpuras de los últimos atardeceres, 

el recuerdo de las pupilas fijas en el cielo incandescente,

una rebelión olvidada ante los pasos desgastados.

 

El agua sublima las heridas oxidadas con paciencia, 

convirtiendo las feroces cicatrices en futuras leyendas, 

que buscaré sin pausa para calmar el hambre y el miedo.

 

Quiero guardar el viento en el centro de mis ojos, 

borrar de un intento la razón que consume el instinto,

y fundir mi consciencia con el paisaje que llora.

 

Su ser me acuna con sosiego en su regazo etéreo,

sus brazos me envuelven hasta la próxima luna,

cautivando mi existencia con la más pura belleza.

 

Rompe las olas quebrantadas con sus manos, 

las empuja a una orilla helada y desolada, 

que las recibe con ternura anticipando su fin.

El hielo despierta las ideas del letargo anestesiado,

no fluirá más sangre; pero late el corazón, 

anunciando una despedida que no será definitiva.

 

Echaré raíces en la muerte de un volcán,

como el animal curioso que detiene su origen, 

palpitando sueños inertes entre las rocas.

Nadia Túnez

Escritora y musa

Moonlight, viaje al centro de  la esencia.​

Imaginemos que como en El Principito, obra universal de Antoine de Saint-Exupery, nuestro avión se estrella en un paraje inhóspito, en este caso de tierra y rocas oscuras, campos de lava cubiertos de musgos fluorescentes, montañas de riolita y obsidiana de formas y colores imposibles, fumarolas que recrean un ambiente primigenio, ríos y lagos en valles lunares…De la misma manera, Irene Cruz se ve catapultada en este entorno islandés, que escoge como el escenario perfecto para Moonlight, una serie agreste, apocalíptica y al mismo tiempo, terriblemente hermosa – a pesar de la dureza del entorno. A través de unas imágenes cargadas de narrativa y significado, invita al espectador a emprender un viaje ignoto y repleto de estímulos, que pretende descubrirnos aquello que quizás ignoramos sobre nosotros mismos.

Y para ello, se sirve de estrategias, como la luminosidad. La fotógrafa capta la luz intensa de esa isla extraña, calmada y silenciosa, la tierra negruzca y los despojos glaciares. Su cámara recoge el dinamismo de un panorama formado por milenarios movimientos telúricos y entornos labrados por la fuerza del hielo y del fuego; un paisaje intensamente azulado gracias a unos hielos que poco a poco vuelven al océano a esperar un nuevo turno de ser depositados de nuevo en los glaciales, un entorno deforestado, un desierto ajeno por el que nos guía un personaje clarividente. Esta niña de cabellos violetas y con las fases lunares tatuadas en su piel es el alter ego (de la artista, sí, pero también de cada uno de nosotros) que Cruz pone a nuestra disposición para acompañarnos en este relato único que construiremos individualmente.

Tal vez es preciso adentrarnos en este paisaje espectral, perdernos en los azules hielos para encontrar ese punto de silencio, la íntima penumbra donde cesa todo ruido y reconocer nuestra conexión interrumpida con las pequeñas cosas. Es nuestra prisa, nuestro galope diario y nuestra vorágine militando contra nosotros mismos, la que nos hace perder la mirada virgen, limpia de prejuicios y subjetividad. 

Irene Cruz pone todos los medios para que como la niña que nos guía, podamos sentir la bruma del Atlántico que empaña los ojos cuando queremos escrutar el horizonte, la lluvia sutil sobre nuestra piel que moja sin sentirlo, que no sabemos si baja de las nubes o sube de la tierra. Y que esta sensación de irrealidad nos devuelva al momento de la infancia donde todo descubrimiento causaba asombro: ese es el objetivo de la fotógrafa. 

            En El principito se relata precisamente, como su protagonista siendo un niño con una imaginación desbordante, y desde esa mirada de la inocencia, dibuja estos perfiles de sombreros- que son en realidad elefantes devorados por boas-. Al mostrarlo a los mayores, éstos, - que no entienden nada-, le aconsejan abandonar el dibujo y dedicarse a otro oficio, como, por ejemplo, el de piloto de aviones, que acabará ejerciendo al crecer. Siendo ya adulto, cuando el viajado protagonista del cuento encuentra a alguien que le parece mínimamente lúcido, le somete a la experiencia del dibujo para corroborarlo, pero invariablemente le siguen contestado que es un sombrero. El protagonista, se abstiene entonces de hablar a su interlocutor de la boa, del elefante, de la selva virgen y de las estrellas. “Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan razonable”.

  

Y es que, como la boa y el elefante, la percepción del arte es una cuestión de visión única y personal del artista y exige al espectador un esfuerzo de imaginación añadida para interpretar esta mirada. Irene Cruz se somete al criterio libre de quien contempla su trabajo, poniendo a su disposición un estado de ánimo, un paisaje lunar y una niña con un bañador plateado. Moonlight es una metáfora (el lector ya lo habrá intuido) de su libro favorito, El Principito; un guiño a aquella historia de un piloto perdido en el desierto que encuentra un pequeño príncipe venido de otro planeta. Pero, aunque este cuento haya servido a la artista como inspiración, no es necesario conocer este dato que para quien contempla la obra capte la idea principal. A partir de ahí, Irene Cruz se entrega a la valoración estética del espectador. Pero ¿es posible acaso una conexión espontánea entre el creador y su público?, ¿Cuál de las interpretaciones es la válida?, ¿No es acaso inevitable que la mirada de cada espectador trasmita una verdad diferente?, ¿Está el creador preparado para que el espectador no sea un elemento pasivo?, Es una boa devorando un elefante, ¿Pero, y si también es un sombrero? 

 

La respuesta a estas preguntas es tan cierta en la medida en qué cada uno de nosotros experimente este viaje personal que Cruz nos regala. No es fácil despojarse del velo que cubre nuestros ojos de cotidianeidad para afrontar una obra de arte y construir un relato propio de esta tierra extraña, la niña alienígena y el avión averiado. La verdad, la certeza se encuentra en la mirada de quien consigue analizar desde la esencia y la ingenuidad, -en definitiva, con los ojos asombrados de la novedad-, y es capaz de construir este universo mágico, sin importar demasiado si era la visión de la creadora o del propio espectador. 

 

Elvira Rilova

Comisaria y gestora cultural

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